enero 19, 2009

Ensayo sobre la maldad ó “El pinche gato con los pies de trapo y los ojos al revés"




Hace un par de años sufrí una fractura en la personalidad. Fue un periodo de tiempo breve pero significativo, en el que la sociedad, ese pequeño microcosmos que creamos alrededor nuestro, me atacó por ciertas aseveraciones o negativas que manifesté públicamente. Después de largo tiempo de reflexión, hoy nace este ensayo sobre una característica que el medio social emplea de manera equivocada: la maldad de las personas. Por cierto, la fractura sanó, y cómo sea, la personalidad se hizo más sólida y fuerte.



La voz común para emitir el juicio moral es “qué cruel eres fulanito” o “qué malo eres menganito”. Hay que señalar primero que tal frase implica una pregunta, por ello es la frase equivocada; la correcta debe ser “eres cruel fulanito” o “menganito, eres malo”. La contradicción en este juicio moral se encuentra justamente en la pregunta. Tal vez quien realiza tal premisa no se de cuenta de que al preguntar “qué” esta buscando una cantidad, es decir, qué cantidad de maldad hay en el otro. Pero, si eso es lo que quiere hacer, entonces no está seguro de la cualidad maléfica de la persona juzgada, y por lo tanto no es claro el mensaje.

El juicio moral puede ser una herramienta muy útil en la convivencia social. Las comunidades necesitan de arbitrio superior que deje en claro cuáles serán las conductas aceptadas y cuales las reprobadas, a efecto de mantener un cierto número de miembros productivos que no se asesinen unos a otros, y con ello una comunidad autosuficiente. Es por esta obvia razón que si hay algo que tienen en común diversos grupos humanos en múltiples momentos cronológicos, es la estrategia de jurado que rige la convivencia social.

Sin embargo, cuando esa estrategia no es correctamente enseñada por las instituciones tradicionales como la familia, la escuela, o la religión, las personas comenzamos a modificarla y usarla de la manera más conveniente a los propios intereses. Nos gusta tener la razón, nos gusta ser los correctos, los jueces. Es por ello que en el día a día nos sentimos poderosos dueños exclusivos de la verdad, y vamos por el mundo con una pluma roja imaginaria revisando y tachando el proceder ajeno. Por que la verdad, es divertido.

Ahora bien, si soltamos la pluma imaginaria, y nos detenemos a pensar un minuto, podremos ver que este juego, además de inútil, es muy dañino. Aprender eso lleva tiempo y descalabros, pero una vez que se ha entendido el trasfondo moralino de tal actividad, es claro que hacer un juicio moral sobre la aparente maldad de las personas implica una certeza absoluta y suficiente de estar lleno de la cualidad contraria: la bondad. Solamente una persona buena por completo es capaz de realizar tal aseveración con el peso justo. Y como decía alguien famoso: quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Este razonamiento puede pasar por desacertado si no se advierte que yo, como millones de personas en el mundo, fui criada en la fe católica y testigo de la misteriosa ceremonia de la transubstanciación, del enigma de la resurrección anual de la carne y por supuesto del riesgo mortal de caer en pecado. Pero ya desde aquellos tiempos me parecía que muchos de los pasajes, fundamentos y mandamientos carecían de toda lógica, tanto así que mi hermana pequeña se angustiaba de no comprender la trinidad contrapuesta a los doce apóstoles. Este gesto fue revelador para mí, pues toda la lógica era poca para intentar explicarle que tres personas eran una entidad, no doce; que el espíritu santo era una entidad y formaba parte del dios único, que este a su vez, tenía un hijo concebido sin contacto carnal y que todos juntos eran uno. Mi hermana nunca entendió. Hizo la primera comunión y poco a poco dejamos el tema de la iglesia para quien le apeteciera asistir a misa. Mi familia, o para ser más precisos mis hermanos pequeños y yo nos fuimos convirtiendo poco a poco en agnósticos, ateos, apostatas de la fe en la que crecimos.

Por otro lado, es necesario aclarar que creo en la bondad y en la empatía tanto como en la democracia y el ejercicio de la política. Todos son conceptos humanos y por lo tanto históricos. Por ejemplo, según las antiguas culturas mediterráneas, era bueno matar a los pequeños que habían nacido con malformaciones o defectos evidentes. Era lo bueno para la comunidad, pues todos sus miembros debían ser capaces de realizar tareas que implicaban fuerza, coraje, e inteligencia. Pero, luego de los discursos que un grupo de muchachos fueron dejando por esas tierras, el viejo pero efectivo método del teléfono descompuesto convirtió esos mensajes en verdaderas tesis de vida. El mensaje original se perdió, y nació la justificación. Por lo tanto, los cristianos modificaron esta visión e inventaron el torcido juicio moral. Es entonces, desde los primeros cristianos (no Jesús, ¿cómo podría ser él? ¡Es lo mismo que culpar sólo a Marx por los desastres comunistoides o capitalistoides de la modernidad!) que la forma de observar las conductas humanas que dieron origen al poder moral de juzgar el bien y el mal tomaron forma.



Antes de desviar el camino – cosa que mantengo como práctica de vida – debo regresar a la materia sustancial, a través de un buen ejemplo. Piense el lector que al tratar de contestar a la pregunta: “en el conflicto israelí-palestino, ¿Quiénes son los malos?” Un historiador no puede darse el lujo de responder automáticamente, sin detenerse a pensar que el maniqueísmo es una forma errónea de explicar los fenómenos históricos. Según el buen método, antes de emitir un juicio de tal envergadura, es necesario sopesar las razones de cada una de las partes involucradas, observar el contexto, los errores y virtudes de personajes y situaciones; y después de un análisis objetivo, emitir una conclusión que explique, nunca que juzgue. Pero esa metodología representa el camino oscuro y enredado al lado del sendero despejado y claro que representa el llano juicio moral. Si prefiriéramos siempre la reflexión sobre el criterio absoluto e inmediato, el primero le quitaría peso a nuestras tontas conclusiones. Y dejaría de ser divertido y satisfactorio el papel de juez.



Ahora bien, si lleváramos este sencillo método de estudio a la vida cotidiana, a nuestras relaciones interpersonales, sería claro que una enorme cantidad de miembros de la raza humana se equivocan al juzgar como malo o cruel a otro ser humano. Primero, porque se ha demostrado aquí que no pueden ser malos o buenos los actores del drama humano. Por que Shakespeare lo sabía, lo demostró y lo llevó a la concepción de muchísimos personajes. En segundo lugar, porque aquello que es considerado como malo en una persona, siempre tiene que ver con el colectivo. La maldad o la bondad siempre están supeditadas a la capacidad de halagar o acordar que tenga el sujeto juzgado. Este es un excelente ejemplo, y a decir verdad, es el mismo ejemplo de siempre:

Supongamos que este era un gato, con los pies de trapo y los ojos al revés. Yo me acerco al gato, y después de considerar sus características, le digo “no me agradas”. El gato replica, me dice “qué mala”. Yo respondo: “no hay nada en ti que me provoque agrado, y como no te conozco, no tengo nada en común contigo. Tus pies son de trapo, y si lo pensamos un poco, ni siquiera son pies. Tus ojos están puestos al revés, y, ni en este mundo, ni en uno paralelo, eres agradable. Así que no me agradas.” El gato se enfurece, se entristece y grita otra vez “qué mala”. Si a pesar de sus características físicas el gato se sintiera cómodo consigo mismo, ni siquiera me hubiera escuchado. Pero al estar inseguro de su constitución, al no apreciar en toda su extensión el hecho de ser EL gato con los pies de trapo y los ojos al revés, este gato necesita aprobación de los demás. Como no la obtuvo de mí, me acusa de ser mala, de tener una cantidad incierta de maldad en mí ser. Sin embargo, si ponemos pausa a la escena, podemos ver un ingrediente que casi siempre pasa desapercibido: yo solamente he manifestado mi parecer. Mi opinión no está condicionada a las necesidades de aceptación del gato. Lo que a él le parece maldad, es en realidad libertad de criterio. Pero esa libertad es dolorosa y muy costosa. El gato nunca se dará cuenta de que yo sólo he ejercido mi libertad de criterio, y he expresado mi opinión. He perdido la oportunidad de mantener una cordial relación con él. Al quitar la pausa de la escena, yo doy media vuelta sobre mis pasos y comienzo a andar. El gato de siempre se queda ahí, repitiéndose una y otra vez hasta el infinito. Seguramente pronto llegará alguien más, y dirá tal vez, “me agradas”. Entonces el gato emitirá otro juicio moral pero esta vez en sentido positivo, pues el individuo está de acuerdo con la existencia del gato de los pies de trapo, y al hacerlo, lo aprueba. El gato con los pies de trapo y los ojos al revés se sentirá aceptado.

Por lo tanto, el ejercicio del libre pensamiento, de la libre opinión, siempre estará relacionado con lo malévolo, lo malo, lo cruel. En primer lugar porque el común de las personas no sabe hablar, y mucho menos utilizar las palabras correctas al expresarse. En segundo lugar, porque es una libertad que implica un costo muy alto, pues conlleva la certeza de caminar por el mundo con los ojos muy abiertos, advirtiendo lo que a muchos les da por ocultar, y peor aún, vivir en el constante desacuerdo. Quien expresa libremente lo que piensa está condenado a sentarse en la silla con el letrero “No estoy de acuerdo”. Sin embargo, peor sería tener la lepra de la hipocresía.

La vacuna contra la enfermedad del contubernio social es sencilla. Practicar el desacuerdo, la opinión llana, franca y por lo mismo, brutal. Los primeros intentos pueden provocar estallidos, rompimientos, fracturas y completas hecatombes. Lo que sigue es la purificación total y la felicidad, la alegría de vivir sin tantos tapujos. Convenientemente se verá que, en el mismo camino hay otros dos o tres que tomaron la misma decisión, cuya mente sigue funcionando y tienen la claridad de visión necesaria para no sentirse culpables. Ese pequeño grupo puede ir por el mundo en cordial amistad, con el riesgo latente de explotar como un hoyo negro; pero concientes de ello, ser excelentes amigos. El resto del mundo, que gire una y otra vez, con el mismo gato con los pies de trapo y los ojos al revés.

enero 14, 2009

Pinches despertadores!!

Estas ultimas semanas me he estado viendo en la penosa necesidad de levantarme a las 6:30 de la mañana, y eso sinceramente, me parece una verdadera y absoluta chupada de bolas.
Todos conocen el ritual: uno esta soñando apasiblemente con Liv Tyler y justo en el momento en el que la hermosa hija de Steve se dispone a hacer algo con uno.... BEEEEP BEEEEP BEEEEP!!!!!!!.

Hijo de la chingada... Primero uno se siente desorientado, asi como que no sabe que pedo, como que dice uno "Ahh chinga?!, ¿que hago aqui?, si yo estaba en mi mansion hecha de oro puro, tocando mi colección de clavecines con partituras originales de Bach, Liv Tyler estaba a punto de besarme y de repente.... ¡¿Que pedo?!".
¡Ahhhh me dan ganas de patearle las bolas al estupido reloj ese que salía en la Bella y la Bestia!
Todo esto lo piensa uno con una cara de pendejo digna de que la emulara Jojojorge Falcon.
Y además uno no se despierta asi en su cuarto y "bueno ya ni pedo me vuelvo a getear" NOOOOOO.
Se tiene que parar uno a chambear.... vale madres. Especialmente en estas épocas que está haciendo un pinche frío del carajo a esa endemoniada hora de la mañana siente uno que le patean las gónadas.
Y luego ahi anda uno a las 6 de la tarde con cara de mi huevo izquierdo porque no lo dejaron dormir.
Es mas, nomás de pensar que mañana tengo que pararme a esa hora ya me encabroné.

Yo no se quien fue el pendejo que instituyó que el trabajo hay que hacerlo en la mañana.
Y, bueno, ni que decir del hijo de la chingada que inventó ese pinche instrumento de mierda llamado despertador.
Es que de verdad, el cuerpo sabe a que hora se tiene que levantar, ¿por qué le negamos que siga durmiendo?.
A ver ¿qué pasa si uno va a cagar cuando no tiene ganas o no va cuando tiene ganas?. O sea que el cuerpo sabe lo que hace ¿verdad?.

Supongo que al principio cuando todo era armonioso todo el mundo se despertaba a la hora que el cuerpo mandara, hasta que llegó un culero que dijo: "¡Ya se! me voy a parar mas temprano para chingarle su comida a mi vecino!". Pero no contaba con que el vecino se daría cuenta y entonces este ultimo se empezó a parar mas temprano para vigilar su comida, y luego el culero dijo: "Ahh chinga!, pues ahora me paro mas temprano", y asi sucesivamente hasta que de una hora normal, digamos las 10, llegaron a levantarse a las 6 de la puta mañana.

O sea que el pinche mierdoso despertador lo inventó la culerez!. Me niego a aceptar una herramienta creada para reflejar la culerez humana!!.

Y bueno la hora a la que me levanto igual no está tan absurdamente criminal, pero conozco gente que se levanta a las 4 para llegar de su casa que está en Cuautitlan, a la escuela que está en Coyoacan. ¡¡A las pinches 4 de la jodida mañana!!. ¡¿Qué mamada es esa?!.

Y luego, claro, está el bendito sabado en el que te puedes parar a la hora que se te hinche, pero hay veces que al pendejo de mi se le olvida desprogramar la alarma del despertador y ya me chingue, ahí me tienen despierto el sabado a las 6:30 de la mañana. Bueno eso ya es pendejada mía, ejem, pero no nos desviemos, ¡no sucedería si no hubiera despertadores!.

Ustedes dirán: "Pues si pero te chingas porque asi funciona el mundo". Pues si, ni pedo, no puedo debatir contra eso.
Pero lo que si puedo hacer es expresar mi mas iracunda repulsión ante semejante herrramienta de tortura creada por la mas culera de las mentes humanas que hubo, hay y habrá.

Yo quisiera convocar a la comunidad a una quema de despertadores, para que todos podamos volver a soñar sin ser despertados por la frase:

"¡Pinche despertador, me lleva la chingada!".

Atte
Mugsymiliano.